«…Lamentablemente, la presencia de famosos y políticos en dicho lugar, igual que la de autoridades ajenas al ámbito taurino, se ha convertido en algo habitual en la plaza de Sevilla, pero en modo alguno permitido por el Reglamento, que taxativamente determina quiénes pueden estar allí…».
Luis Hurtado.-
La temporada taurina ya tiene anécdota para recordar: el salto al ruedo de Joaquín para abrazarse con el torero Ferrera, que le brindaba su toro; un salto, sin embargo, por el que el futbolista podría ser multado, de acuerdo con la Ley andaluza de Espectáculos. La noticia viene, sorprendentemente, del presidente de la corrida de ese día, que ha anunciado que él y el delegado de la Autoridad tienen pensado elevar, en el acta, una propuesta de sanción por incumplimiento de la prohibición de saltar al ruedo y por desobediencia a la autoridad (esto último -precisó dicho presidente-, porque Joaquín fue ‘advertido’ antes por los alguacilillos, representantes de la autoridad en la plaza).
Desde luego, algo tiene que hacer el presidente. Pero mejor que sea lo que le manda la Ley. Que no es la andaluza de Espectáculos Públicos (según su Disposición Final Segunda), sino la estatal 10/1991, de Potestades Administrativas en materia de Espectáculos Taurinos (a la que se remite, en materia de sanciones, el Reglamento Taurino andaluz). Pues bien, esta Ley no tipifica entre sus infracciones el salto al ruedo de un espectador; sí, en cambio, «la desobediencia a las órdenes del presidente». Pero ni este señor ha dicho (mucho menos se vio) que diera a Joaquín la orden de no saltar, ni el alguacilillo es quien para, con tan grave consecuencia, advertir motu proprio (lo que tampoco se vio ni oyó que hiciera), tratándose de un particular elegido por la empresa que, a modo de simple teléfono, colabora con el delegado y el presidente por disponerlo así el Reglamento Taurino, pero sin otorgarle (ni poder hacerlo) la ‘representación’ de autoridad alguna.
Como digo, la norma para el supuesto es la Ley 10/1991, que establece (lo que repite el Reglamento andaluz) que «los espectadores que durante la lidia se lancen al ruedo, serán retirados del mismo y puestos a disposición de los miembros de las fuerzas de seguridad». Esto es lo previsto legalmente; lo que debió hacerse y, sin embargo, no se hizo, aunque allí estaba el dicho delegado de la Autoridad, ‘máxima autoridad en el callejón de la plaza’ con precisa encomienda del ‘control y vigilancia inmediatos’ del cumplimiento de la ley. Mas el asunto empieza, en realidad, antes del señalado momento, pues, ¿qué hacía Joaquín en el callejón?
Lamentablemente, la presencia de famosos y políticos en dicho lugar, igual que la de autoridades ajenas al ámbito taurino, se ha convertido en algo habitual en la plaza de Sevilla, pero en modo alguno permitido por el Reglamento, que taxativamente determina quiénes pueden estar allí, enumerando al efecto los ‘burladeros’ para, únicamente, «autoridad, empresario, ganadero o sus representantes, equipo médico y veterinario y los servicios propios del espectáculo». Es el mandato de la norma y también puro sentido común: el callejón está para los que cumplen función en el espectáculo y no para que selectos ‘invitados’ puedan ver gratis los toros desde tan privilegiada ubicación. En consecuencia, la norma prohíbe la presencia ahí de «personas que no estén expresamente autorizadas o sean ajenas al espectáculo» y, a este fin, atribuye al propio delegado el control del «acceso y ocupación de los burladeros y la expedición de los correspondientes pases», encargándole, en especial (como también, y más aún, al presidente), que antes de empezar compruebe(n) que en el callejón «se encuentran solamente las personas debidamente autorizadas conforme a lo previsto en este Reglamento», con su lógica consecuencia: que den la orden de abandono inmediato de dicho callejón (ya en el inicio, ya durante el transcurso de la corrida) tanto de «las personas ‘ajenas’ al espectáculo, como de quienes ‘no ocuparen’ -lo que Joaquín hizo, dejando de ocupar- sus lugares en el burladero del callejón».
En fin, que está muy bien que el presidente proponga sanción, si la Ley la permite (lo que dudo, y más si lo hizo en un acta a redactar en días posteriores, como anunció, cuando el Reglamento le obliga a levantarla -con «indicación las incidencias destacables y posibles incumplimientos de cualquier tipo»– una vez finalizado el espectáculo, para su remisión a la Delegación del Gobierno «en el plazo máximo de cuarenta y ocho horas»). Pero, ¿no sería mejor que, antes que propuestas de sanción condenadas al cajón, cumplieran él y el delegado, lo dispuesto para el callejón?
*Luis Hurtado González es profesor titular de la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla.
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