«…Pero si en Valencia dejaron la huella de su paciente y generosísima hombría de bien, en Sevilla las regalaron tanto que, por mucho que los tiempos pasen, no habrá nadie que les pueda olvidar. Y ahora, muy especialmente, a Antonio. Nunca llegué ni llegaré a entender por qué Dios se lleva consigo a tantas personas buenas y tan jóvenes…»
José Antonio del Moral.-
Si alguien lo ha merecido sin lugar a cualquier duda, ha sido Antonio Tornay Maldonado. Muy pocas personas he conocido en mi vida tan intrínsecamente buenas como Antonio. Pareja bondad a la de su hermano Manuel, que en esto fueron y son siameses, el menor sobresalió por encima de cuantos le tratamos. Siempre se comportó como si anduviera varios metros por arriba de los demás y siempre por detrás porque nunca le gustó hacer ruido ni hacerse notar lo más mínimo . Tal era su sentido de la prudencia, de la discreción y de la templanza sin que pareciera añadir el de la fortaleza pese a su imponente aspecto físico y a su íntima y determinante razón de ser. Nunca se quejó de nada. Ni siquiera de su terrible enfermedad que padeció y llevó con las mismas virtudes que desparramó en su vida más saludable.
Yo empecé a conocer a los hermanos Tornay hace muchos, muchos años. Por primera vez cuando coincidimos en tantas ferias de Fallas y de julio en Valencia, su segunda ciudad tras su natal Ronda y, posteriormente, en Sevilla, la tercera y más amplia y larga residencia de ambos inseparables. Pero si en Valencia dejaron la huella de su paciente y generosísima hombría de bien, en Sevilla las regalaron tanto que, por mucho que los tiempos pasen, no habrá nadie que les pueda olvidar. Y ahora, muy especialmente, a Antonio que se lo ha llevado Dios tan pronto porque pienso quería tenerlo a su lado pese a su juventud. Nunca llegué ni llegaré a entender por qué Dios se lleva consigo a tantas personas buenas y tan jóvenes. Y con Antonio, menos lo entiendo.
Con los hermanos Tornay congenié enseguida desde nuestra común afición a los toros cuando ambos ni siquiera habían pensado en hacerse ganaderos de reses bravas pasando por los muchos años en los que de ambos recibí incondicional hospitalidad y caros aprendizajes.
Aunque Manuel quiso ser matador de toros y se quedó en novillero, fue la afición de fondo la que nos unió y, sobre todo, el mismo concepto que los tres teníamos del toreo. Los tres ‘ordoñistas’ de hueso colorado. Los tres, luego de muchos años, amigos y fieles partidarios y seguidores de Enrique Ponce. Cuántos recuerdos compartimos junto al maestro de Chiva desde que era ‘niño prodigio’. Yo le conocí una noche de Feria en Sevilla cuando Juan Ruíz Palomares nos los dejó para que le entretuviéramos mientras él se fue a divertirse con otros amigos al Real de la Feria. Pero quien nos entretuvo fue el infante Ponce que no paró de hablar durante las horas que duró la madrugadora tertulia. Yo nunca había escuchado a un niño de no más de 13 años hablar de toros tan sabiamente. Hasta llegué a creerle ‘resabiado’. Pasado algo de tiempo, también con los Tornay, fui a la inauguración de la finca ‘Cetrina’ después de que en Castellón viera yo torear a Ponce por primera vez en su debut con caballos. «Va a ser figura Grande», escribí. Me quedé más que corto en aquella felizmente cumplida previsión.
De los Tornay aprendí a tener paciencia porque nunca había conocido a gente tan paciente. De Manolo su infinita capacidad de trabajo y su esplendida generosidad. De Antonio casi otro tanto pero también de su humilde y desprendida grandiosidad de espíritu. Admiraba tanto a su hermano, que nunca osó replicarle. Y es que si con Manuel se respiraba autoridad, con Antonio su infinita capacidad de aguante.
Antonio fue, precisamente, quien más me regañó íntimamente por mi osada y pertinaz valentía como crítico, quizá excesivamente independiente. Llevaba razón. Cuántas veces he presumido ante él de mi postura en la crítica taurina y otras tantas he tenido que inclinar mi cerviz cuando tuve que pagar muy caras mis repetidas osadías.
Desde estos recuerdos agridulces –momentos de gloria y sucesivas travesías del desierto- y, sobre todo, desde mi pena por la muerte de quien fue uno de mis maestros de la vida, escribo estas líneas sin poder reprimir el llanto. Ese llanto que también tantas veces compartí con ‘mis’ Tornay como siempre les llamé al referirme a ellos. Me quedo, sí, con el precioso recuerdo de cuando los tres nos emocionábamos entrando a matar a las más bellas realidades del toreo y de la vida.
Que Dios te acoja y te bendiga como mereces, hermano. Y es que lo fuiste por medio de la amistad voluntariamente elegida. Tanto o más importante que la de los lazos de la sangre.
*José Antonio del Moral es periodista.