Antonio Burgos.-
En la plaza de toros de mi barrio, me acordé de Joaquín Romero Murube. Entre sus muchos versos, entre sus prosarios limpios y perfectos, Joaquín es recordado por sus paisanos por el acierto de un sentimiento, de una nostalgia en forma de título: ‘Los cielos que perdimos’. No han leído a Romero (Romero tenía que ser), pero se lamentan con el poeta de los nuevos urbanismos de la ciudad, de la pérdida de su carácter, de la degradación de sus tesoros. Se dice ‘los cielos que perdimos’ y en un momento se evoca el brillo gastado de los antiguos esplendores.
Me acordé de Joaquín Romero en la plaza de los toros ante la belleza del cielo. ¿Venía Joaquín mucho por los toros? ¿Era buen aficionado? No, no le recuerdo una especial dedicación a la Fiesta, y eso que era un Murube, y de las marismas palaciegas donde tantas ganaderías pastaban sueños de luna y talanquera. De haber venido a la plaza de mi barrio desde su torre alcazareña del sevillano harto de coles, Joaquín hubiera quizá, como nosotros, recuperado los cielos perdidos. Mucho se ha escrito de la plaza del Arenal, de su tópico amarillo albero, de su cuidado, de su limpieza, de su cal y de su calamocha, de su blanca y de su almagra, del rojo de sangre de la pintura de aceite de sus puertas, sus barreras, sus burladeros. Se ha escrito de los gorriones que anidan en las gradas de sombra y que son la Banda de Tejera que interpreta cada tarde la música callada del toreo, sin que nadie pida música al Maestro que creó esta tierra de albero, este cielo de vencejos. Se ha escrito de la sombra y del sol de la plaza, de los hierros que los separan, como guardavecinos de los balcones de un corral de Triana.
Pero pocos han mirado el cielo de la plaza. El intacto, el virginal, el que tiene color de seise de la Purísima, de manto de Inmaculada de Murillo. Sevilla ha perdido su cielo, pero cada tarde lo ganamos en la plaza de toros. Nada se asoma sobre la plaza, si acaso el Giraldillo. Entre el rito y el azul, nada, el aire, la marea de la tarde que empieza a subir desde Sanlúcar, quizá el poniente que agita las banderas y los papelillos que echaron los mozospás. Está bella la plaza en el silencio, cambiante la luz en cada instante. No hay dos momentos en que este cielo ilumine de igual forma los arcos de las gradas de sol. Parece que la luz se fuera cansando conforme pasa la corrida, como una larga metáfora de la vida, que cuando te das cuenta ya ha salido a la plaza el sexto toro y se encienden, verdugos, las luces de los focos de los tejadillos.
Si hermoso es el ceremonial del ruedo, más bello el ancho pisoplaza del cielo, que el universo cabe junto a un río. Los altos pájaros también se saben oficiantes de un rito, recuerdan quizá a aquel Rey tan sevillano, a don Alfonso XIII, a quien le anunciaron un día que iban a hacer en la ciudad un rascacielos y dijo, en la majestad de la gracia:
–¿Para qué van a hacer un rascacielos? Si al cielo de Sevilla no le pica nada…
Joaquín Romero Murube, hermano, cofrade de la hermandad de la hartura de coles de Sevilla: que sepas que muchas de estas tardes tu memoria viene conmigo, convidada a la plaza de toros de nuestro barrio, del mejor cahiz de tierra y de sueños que habitabas. No hemos perdido todos los cielos en Sevilla. Nos queda el de ese otro ruedo sin tiempo y sin barreras que es el cielo de la plaza de los toros. Donde a veces, Joaquín, tenemos que tragar tanto que nos ganamos el cielo. El cielo que perdiste y que en tu memoria hallo.
*Antonio Burgos es escritor y periodista sevillano. / Publicado en ABC-Sevilla.