Paco Mora.-
Hace años que lo venía escribiendo. Pepín Martín Vázquez no merecía marcharse para siempre sin haber recibido la Medalla de las Bellas Artes. Era un artista soberano. Se adelantó cincuenta años a su tiempo en lo que se refiere al ritmo, la cadencia y sobre todo al temple del toreo. Nadie había toreado antes más despacio que el hijo del señor Curro. Pero muchos cortos de vista se quedaron con el simpático Pepín de ‘Currito de la Cruz’. Y Pepín fue mucho más que eso, fue nada menos que el arquetipo de la escuela sevillana, si entendemos por sevillania la gracia armónica y alada del toreo. Pero era tan buena gente, tan buen artista, tan sencillo, tan poco pagado de sí mismo, que pisaba tratando de no hacer ruido.
Pasó por la vida deslizándose como un ángel torero sin perder su perenne y dulce sonrisa. Y en este ruidoso mundo que vivimos, siendo oro fino como torero y como persona, los que viven del brillo y el oropel no le echaron cuentas. Ahora, alguno ha sentenciado: «Hay que darle a Pepín la Medalla». ¿Ahora? Ahora ya es tarde. Ahora que se la coman con papas. Que la guarden para los que saben lamer los antifonarios indicados para conseguirla. Pepín Martín Vázquez tiene una llama votiva de admiración en los pechos de quienes le vimos torear. Con eso le basta y le sobra. Y con haber escrito una página con letras de oro en la historia de la Tauromaquia…
*Publicado en Aplausos.
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